Entre los sucesos ocurridos en la Ciudad de México, pocos han tenido el dramatismo de la Decena Trágica, que transcurrió entre los días del nueve al dieciocho de febrero de mil novecientos trece. En aquella época, ocupaba la Presidencia de la República Francisco I. Madero, aunque su gobierno no tuvo la unidad absoluta, mostró interés por mejorar las condiciones de los mexicanos.
Félix Díaz sobrino del dictador, después de llevar a cabo su fracasada rebelión en el puerto de Veracruz, se trasladó a la Ciudad de México, donde junto con algunos militares porfiristas y el general Bernardo Reyes, quien se encontraba encarcelado en la prisión de Santiago Tlatelolco, se unieron para idear un plan, que tenía por objeto apoderarse sorpresivamente del Palacio Nacional y destituir al gobierno legalmente constituido.
Para iniciar esa revuelta se escogió la mañana del domingo 9 de febrero de 1913. El movimiento fracasó en su fase inicial, ya que los sublevados no pudieron lograr su propósito. Sin embargo, se replegaron del Palacio Nacional, dirigiéndose a la Ciudadela, sitio en el cual se encontraba apostado Félix Díaz. Desde ese lugar y, sin tomar en cuenta para nada a los habitantes de la Ciudad, iniciaron un ataque contra las fuerzas gubernamentales que se encontraban en el Zócalo. Esa revuelta cambió, de manera inesperada, la tranquilidad existente entre la población.
Los residentes de la capital del país, soportaron horrorizados una lucha por demás absurda, que culminó con la traición de Victoriano Huerta, quién sorprendió al Presidente Francisco I. Madero y al Vicepresidente José María Pino Suárez. Por espacio de diez días contados a partir de la fecha que hemos indicado, el centro de la Ciudad de México se convirtió en sangriento campo de batalla, en el cual perdieron la vida cientos de personas.
Este acontecimiento histórico, que conmovió a toda la nación, es uno de los recuerdos imborrables que permanecieron en la mente de quienes lo vivieron, pero sobre todo para aquellos que de alguna u otra forma participaron en él , como sucedió con los telefonistas, por lo que en esta ocasión publicamos los testimonios de dos de ellos.
Sven Klin, Ing. de Líneas de la Empresa de Teléfonos Ericsson.
“El domingo 9 de febrero de 1913, por la mañana, se notaba un gran movimiento en las calles, tanto de parte de las tropas como de la población civil (…). A las 8 de la mañana se dispararon los primeros tiros en el centro de la ciudad y dos horas después estaban desiertas las calles. Los teléfonos sonaban.
El Ing. Ostlund informó por teléfono que las tropas apostadas en la ciudad se habían levantado, apoyadas por otras unidades militares.
(…)
Llegamos por fin al cabo de tres horas, a la oficina de la Compañía (Ericsson).
(…)
Una vez que llegamos al edificio de la Compañía… pudimos finalmente sentirnos seguros. No estábamos en la línea directa del fuego, pero no hubiéramos podido creer que estaríamos encerrados durante 10 días, sin tener agua para tomar y sin haber manera de conseguir alimentos frescos.
El Ing. Ostlund había sido previsor aunque más bien porque le gustaba tener algunos comestibles en casa con el fin de… agasajar a sus visitantes, oficiales o particulares, que casi siempre llegaban sin anunciarse. Estos víveres no pudieron tener mejor empleo. No se les podía negar refugio en los edificios de la Compañía a los empleados mexicanos, que llegaban con sus esposas, hijos, criados, perros y gatos, pericos y canarios. Dormían sobre cajones de empaque en el almacén pero lo principal era que tuvieran que comer. Nuestro pequeño almacén se agotó pronto, lo mismo que el agua para tomar y para el aseo. También las telefonistas necesitaban alimentos, pero solo un pequeño número de ellas resistió.
Por las noches las escoltábamos en grupos a sus casas y el trece de febrero tuvo que dejarnos la última, ya que no era posible seguir proporcionando servicio telefónico.
El notable día 13 de febrero hicieron blanco en el edificio –de la Ericsson- 13 disparos de granada y metralla, especialmente en la central… Un disparo alcanzó un conmutador y lo desplazó algunos centímetros de su lugar. A los revolucionarios se les había metido entre ceja y ceja que proporcionáramos servicio telefónico al gobierno legalmente constituido. No había corriente eléctrica y las baterías agotadas, no podían volver a cargarse. Tuvimos que suspender el servicio.
El pequeño cañón (38 mm) colocado en el cruce de las calles (Victoria y Dolores)…, solo logró dar en la torre de la 6ª Demarcación de Policía, blanco que por su dimensión era mucho mayor que nuestro pequeño espejo reflector y después de que se le disparó por todas partes, de un partido y de otro, la torre se derrumbó.
(…)
La noche del 15 de febrero, se oyeron golpes en el zaguán grande. Los golpes se repitieron y pusimos atención hasta que se oyó la voz del portero de la Compañía:
– ¿Quién vive?
– ¡Gente pacífica! – fue la contestación.
– Si no dicen quienes son, no abro.
La contestación fue una serie de tiros. Hubo un momento de silencio y luego oímos gemidos que partían del cubo del zaguán…, [a] un aprendiz joven de la Compañía telefónica de Guanajuato… le había alcanzado una de las balas.
Una vez que le pusieron vendajes de toda clase al herido…, se le colocó en mi oficina. La bala le había perforado la arteria de la pierna derecha, cerca de la ingle, y el hombre falleció después de unas cuatro horas.
Dos días después [se] logró sacar un permiso para retirar el cadáver. Es un misterio para mí como [se] consiguió éste permiso, ya que durante las noches y aún frente a las oficinas de la Compañía, rociaban con petróleo y quemaban otros cuerpos cuyos dueños ante nuestros propios ojos habían servido de blanco para sus disparos.
La tragedia terminó, por fin, pero el precio fue la vida del Presidente y del Vicepresidente; éstos hombres fueron sencillamente asesinados.”
Dolores Cervantes. Operadora de la Empresa de Teléfonos Ericsson.
“Entre las 8 y las 9 de la mañana del domingo 9 de febrero de 1913 se comenzaron a oír detonaciones que podían confundirse con el estallidos de cohetes. La mayor parte de los habitantes de la ciudad creíamos que se trataba de alguna fiesta popular. Sin embargo, a los pocos momentos sonó el timbre de mí teléfono. Escuetamente se me dijo: ´Preséntese inmediatamente en la Central porque hay revolución´. Rápidamente me trasladé al sitio indicado, donde ya se encontraban tanto las operadoras en turno, como las que habían acudido atendiendo al llamado que se nos hizo. Presentes estaban también el Gerente y jefe de Tráfico, así como varios empleados de las oficinas, la directora y las vigilantes del servicio.
Todo era confusión. Los conmutadores parecían fogatas debido al gran número de llamadas del público usuario. No era suficiente el número de operadoras para contestar a tantas personas muy a pesar de que los jefes y los empleados nos apoyaban a quitar las clavijas de las comunicaciones que llegaban a su término.
En una mesa especial se estaba atendiendo, de manera eficaz, las llamadas que provenían de diversas dependencias del gobierno, pero sobre todo las eran echas desde el Palacio Nacional.
La Central telefónica de Victoria estaba en la línea de fuego, ya que el ataque se encontraba entre la Ciudadela y el Palacio Nacional. Debido a ello. Escuchábamos con claridad el estallido de los cañones y el ruido que producían las balas disparadas desde las ametralladoras. Esto como es natural, produjo un estado nervioso general. Sin embargo, las operadoras a pesar de su angustia, no dejaban de cumplir con su deber, demostrando como hasta ahora, un alto sentido de responsabilidad y disciplina.
Cada vez que principiaba un tiroteo, nuestros jefes nos ordenaban abandonar los puestos que teníamos encomendados. Agazapadas bajábamos a la planta inferior, en donde se encontraban las bodegas de la compañía telefónica (Ericsson). Algunas compañeras telefonistas, sin poderse contener, lloraban o rezaban, pidiendo a Dios por sus familiares y por nosotras mismas. Cuando momentáneamente cesaba el fuego, retornábamos a la sala de conmutadores, a efecto de seguir atendiendo las cada vez más numerosas llamadas del público.
El martes once, a las dos de la tarde, se convino una tregua para que los bandos en pugna pudieran recoger a sus muertos y a sus heridos. Quienes podíamos nos trasladábamos a nuestros hogares para estar un momento con nuestras familias y, posteriormente, regresar a nuestra trinchera de trabajo en la Central Victoria.
Al encontrarnos en la calle, pudimos observar la desolación de las arterias capitalinas. Por ningún lado se veían personas transitando. En las esquinas estaban apostados los soldados. Recuerdo que frente a la puerta del edificio de la compañía, pasó un carro lleno de cadáveres que, según decían, iban a ser quemados en grandes fogatas que estaban frente al Nacional Monte de Piedad.
En el patio del edificio de la central se acondicionó un puesto de socorros. Las enfermeras de la benemérita Cruz Roja atendían ahí a los heridos, entre los cuales se encontraban muchos civiles que nada tenían que ver con el movimiento… Una compañera, la señorita María Cuevas, quien tuvo la imprudencia de asomarse a la calle al reiniciarse el tiroteo, fue herida en una pierna. Se le prestó atención médica inmediata en el puesto de socorros indicado.
A lo largo de todos los días que duró ese trágico suceso, la compañía nos proporcionó alimentos. El jueves 13 de febrero, el gobierno ordenó que se suspendiera el servicio telefónico, habiendo quedado conectados únicamente aquellos números que se estimó pertinente.
Esos sucesos afortunadamente terminaron el día 18 como a las cinco de la tarde, horas en que las campanas de la catedral y otras iglesias, anunciaron que la rebelión acababa de concluir.
Los empleados de Teléfonos nos dirigimos a la central para reanudar el servicio y seguir cumpliendo con nuestro deber. Nuestra desilusión más grande, fue encontrar la sala de conmutadores con graves deterioros, ya que el techo quedó casi inservible. En uno de los rincones con vista al sur, una metralla se había encargado de hacer una enorme horadación y dos ventanas quedaron unidas por el impacto de otra metralla. En la primera mesa del conmutador se incrustaron las balas y su múltiple quedó muy dañado, en tanto que toda la sala se encontraba llena de escombros.
A pesar de ello, estábamos nuevamente en el trabajo, con la seguridad de haber cumplido, como buenos telefonistas, con nuestro deber”.