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¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!

En octubre de 2018 se cumplieron 50 años de la masacre de Tlatelolco y por tal motivo el Centro Cultural Universitario Tlatelolco convocó a los sobrevivientes del movimiento a participar en su taller “Crónicas de Octubre”.

La crónica escrita fue publicada en este blog el 12 de octubre en la siguiente entrada y fue publicada en el libro Crónicas de Octubre del Centro Cultural Universitario Tlatelolco el 2 de octubre de 2018 el cual se puede descargar de manera integra en su página.

Como combatir el charrismo.

Eduardo Montes.

Fondo de Cultura Popular.

México 1974.

 

El Sindicato es una forma de la organización obrera, que requiere de independencia para cumplir sus funciones de instrumento para el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, así como la resistencia de esta clase ante la presión del capital. Sin embargo, la existencia de los sindicatos esta propuesta por la existencia del capital. Esto es, que si bien es un elemento de organización de los asalariados, no se plantea la emancipación de éstos y, en ciertas condiciones, puede ser un freno al desarrollo de la toma de conciencia obrera por su liberación histórica y mediatizar el espíritu de lucha por medio de las concesiones meramente económicas que subordinan al obrero a la ideología burguesa.

Eduardo Montes plantea el problema de la independencia sindical en México y expone un tipo de táctica de lucha a desarrollar por los obreros para combatir, por medio de la aglutinación y orientación de los trabajadores más avanzados realicen con los demás contra las direcciones sindicales corruptas, que utilizan a los sindicatos como instrumentos de la clase de los propietarios para someter y presionar a los obreros y aceptar a las condiciones contractuales más beneficiosas para el capitalismo, enajenando al Estado y a los propietarios el destino de  los sindicatos.

De una manera didáctica el autor destaca el papel de los obreros en la conformación de la organización sindical independiente y los beneficios que como individuos y como clase les reporta la lucha económica. A partir de preguntas y respuestas hace un desglose histórico de los sindicatos en México, la necesidad de ellos, el contenido economicista de la lucha obrera y las formas de como se ha desarrollado el control sindical por parte de la burguesía con ingerencia directa del Estado; También manifiesta una orientación de lo que a su juicio deberían ser las posiciones de los obreros en situaciones concretas de la lucha sindical y de la lucha política más general y aun cuando no profundiza en éste último aspecto, deja enunciada la necesidad de incrementar la participación de los obreros. La lucha obrera, sin embargo, la enmarca dentro de los límites de la defensa de los trabajadores en general independientemente de la rama económica donde se desarrolle la participación sindical, la meta inmediata es la constitución de un poder real de defensa de los intereses de los trabajadores, También, Montes es claro de que en este sistema no es posible resolver el problema de la explotación, y observa la necesidad de modificar las estructuras pero no avanza sobre la forma de cómo podría ser posible el cambio.

Si hemos partido de la consideración de que la lucha sindical por sí misma no es revolucionaria, no queremos decir con esto que no signifique una forma importante de toma de conciencia, la importancia reside en que es una forma de resistencia a la explotación del capital, y que a partir de una dirección socialista puede tomar características emancipadoras, desmitificando y aclarando el alcance de las luchas económicas de las masas obreras.

El contenido del libro cumple su cometido como instrumento de difusión de algunos aspectos importantes de la lucha cotidiana de la clase trabajadora, pero parece insuficiente en algunos aspectos que requieren de un tratamiento severo más profundo. Montes ubica al “charrísimo como el enemigo inmediato y, en la lucha por direcciones sindicales independientes de vanguardia; pero existen problemas más amplios en los que se debería profundizar con el fin de situar cuales son las limitaciones más a largo plazo ante las que enfrenta la emancipación del proletariado.

El resaltar al Estado capitalista del subdesarrollo en su fase actual, las instituciones creadas y sostenidas para el beneficio del proceso de acumulación del capital, el hacer ver que son los intereses de la burguesía nacional e internacional los que el Estado expresa en lo esencial –no únicamente como representante de esa clase sino como explotador directo que legisla en condiciones de patrón-, que las instituciones están en relación simbiótica con los capitalistas privados, que los altos cargos del gobierno corresponden a los miembros más destacados de la burguesía y la injerencia directa del monopolio sobre las decisiones del Estado, todo ello ubica a nuestro país en la fase del capitalismo monopolista de Estado.

En esta fase del capitalismo la acumulación en nuestros países se determina por la independencia y la forma que asume respecto a ella la estructura del subdesarrollo, condicionada por la división internacional del trabajo; tal acumulación requiere de un cierto grado de “tranquilidad política”, tarea a la que se consagra el estado mediatizando las luchas por la vía institucional, reprimiendo por medio de grupos de choque, policías y aun el ejército, en fin sometiendo las demandas populares a las necesidades de la acumulación interna de capital y de exacción de excedente hacía las metrópolis imperialistas.

Algunas de las formas concretas de mediatización de la lucha obrera están condicionadas por el proceso de acumulación donde las grandes empresas monopolistas no sólo pueden cubrir las demandas económicas de los trabajadores sino rebasarlas y enajenar las conductas de lucha del proletariado; junto con esto están los medios de difusión que agobian al obrero representándole niveles de vida que nunca habrán de alcanzar pero que aparecen ante él como asequibles a costa de aumentar su productividad. La concentración de capital a la que se ha llegado en algunas empresas conduce al enfrentamiento del obrero a nasas de medios de producción cada vez más grandes y costosos, le desvanece la idea de algún día convertirse en capitalista y crea en él la oposición constante y el descontento además de ubicarlo, en base a sus relaciones materiales con esa magnitud de capital, como desposeído, lo que crea una incipiente conciencia de que no tiene perspectiva desarrollar una lucha aislada contra el poder del capital; por consecuencia busca en sus hermanos de clase la obtención de una conciencia embrionaria.

Nosotros consideramos que no va a ser a partir de luchas limitadas e inmediatistas de donde se derive la estrategia de la emancipación, es necesaria una conciencia más amplia que conduzca a la necesidad de la sustitución del capitalismo “… es decir, que una línea política que no sólo recoja las demandas más genuinas, sino que las comprenda e integre para alcanzar lo que en nuestros días puede ser la única solución de fondo: el socialismo”.

José Antonio Moreno Mendoza.

 

 

 

¡Sigue soñando!

¡Compañeros!, ¡Compañeros! su atención por favor.

El auditorio es un océano de murmullos, algunos delegados hojean con aburrimiento el periódico, otros ven en la pantalla gigante un concierto de “La Arrolladora”, algunos más esperan formados en la Secretaría de Organización el pago de la ayuda por asistir a la asamblea y, nadie pone atención al presidente de la mesa de debates.

¡Compañeros!, ¡Compañeros! en unos minutos más, el secretario general de nuestro sindicato estará con nosotros –dice el presidente-.

Los murmullos cesan, los delegados saltan como resortes, todo en el auditorio es agitación.

Delegados corriendo a ocupar sus lugares, otros se paran en la puerta para que el secretario general los vea y los salude de mano, otros más, salen presurosos de las oficinas donde tramitan algún asunto personal o de su sección.

El secretario general baja de su lujoso automóvil, con sobriedad entra al edificio sindical, con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa saluda a los representantes sindicales que se encuentra a su paso.

Vestido con pantalón de casimir color café, camisa rosa de seda, reloj de oro en la mano derecha, colgando de su cuello una pesada imagen de la virgen de Guadalupe y su infaltable chamarra negra de piel, ocupa su lugar en el estrado, cubierto por un abultado grupo de delegados y secretarios.

En el auditorio todo es expectación, las iniciales del nombre y apellidos del secretario general pegados en el techo del recinto sindical, caen como pesada loza sobre los asambleístas, quienes se mantienen en absoluto silencio.

El secretario general, respetuoso de los ordenamientos sindicales, solicita al presidente de la mesa le otorgue la palabra para dirigirse a los delegados.

¡El compañero Fernando Huerta Jardón tiene la palabra! dice el presidente.

Fernando, acomodándose los lentes, con una ligera sonrisa da las gracias al presidente y se dirige a la asamblea.

-Compañeros, como ya les había informado, en mi larga trayectoria como dirigente sindical, esta es la contratación más difícil a la que nos hemos enfrentado.

Argumentando la difícil situación por la que atraviesa el país, la empresa ha señalado que no puede darnos el aumento salarial que solicitamos, por lo que a pesar de la prorroga que solicitamos a las autoridades, tenemos que aceptar el tope salarial impuesto por el gobierno, pues ya la empresa hizo su última y definitiva propuesta, pero debemos entender que no es una imposición, ya que todo es producto de una negociación.

-La asamblea estalla en aplausos, algunos delegados gritan ¡Bravo Fernando, tú si sabes!, otros exclaman ¡Viva Fernando!

-Fernando observa de reojo a la asamblea y sonriendo continúa diciendo:

Eso sí compañeros, la empresa nos ofrece que para no perder nuestros empleos, alargar la jornada de trabajo pero sin pago de tiempo extra, además de alargar el tiempo de trabajo para la jubilación, además de que hemos llegado al acuerdo de crear un programa en el cual ustedes saldrán muy beneficiados y del cual en un poco más de tiempo les informare.

Una vez más la asamblea revienta en aplausos y vivas para Fernando, quien contento continúa señalando.

-Sé que esto no le va a gustar nada a la “pinchurrienta” oposición, que siempre se queja de todo, pero nunca propone algo que mejore la situación de los trabajadores. Seguro es que ellos quieren que nos vayamos a la huelga, pero eso es lo que menos queremos ¡verdad compañeros!

Vuelven los aplausos, alguien grita furioso ¡Que los expulsen del sindicato!, ¡Que se vayan! dice otro.

-Debido a la situación que prevalece en la empresa, quién sola ha tenido que enfrentar a la competencia –dice- hemos acordado con ella un plan para recuperar clientes, pero como ya les mencione antes, la empresa solo nos ofrece más trabajo.

¡Bravo!, gritan arriba; alguien exclama ¡Fernando para Presidente!, más aplausos.

-Compañeros, dejo estos puntos para que los discutan y podamos dar una respuesta satisfactoria a la empresa. Yo se que ustedes son capaces de esto y más, por eso para mí es un gran honor representarlos ¡Que haría yo sin mis compañeros trabajadores!

-Ahora les pido su autorización para retirarme  pues hay otros importantes asuntos que requieren de mi atención, una delegada de jubilados grita ¡Fer no te vayas, no nos dejes, te queremos!

Fernando se levanta de su lugar, se despide de mano de los representantes que ocupan su lugar en el presídium, en medio de un mar de aplausos, se despide de la asamblea con un ademan y seguido de una cauda de representantes sindicales, satisfecho sale apurado del edificio sindical para abordar su automóvil.

Ya en él, ordena a su chofer se dirija a la Cámara de Diputados, toma su teléfono celular y utilizando la marcación rápida, se pone expedito en comunicación con el director de la empresa.

-Carlos ya hice tu propuesta a la asamblea –dice Fernando-, ahora solo nos queda esperar que la discutan, para que en la madrugada realicemos la votación… Sí, no te preocupes todo está bajo mi control, que descanses, duerme tranquilo, nos vemos mañana en la firma del convenio.

Mientras en la asamblea, con la salida del secretario general, la tensión se rompe y los murmullos regresan.

Algunos delegados, principalmente foráneos hacen planes para ir de compras a Tepito, los de la CDMX para visitar cantinas, otros para refugiarse en las oficinas de sus amigos y comprar el pomo, los de foráneas ya se quieren regresar a sus casas.

Por su parte, los trabajadores solo esperan el aumento salarial, si es que llega, para comprarse el coche soñado, celebrar los quince años de su hija o pagar la hipoteca de su casa en algún centro vacacional.

Zona de Guerra

¡No queremos Olimpiada, queremos Revolución!.

Después de cinco días de ausencia me presenté a trabajar. Marqué mi tarjeta de entrada poco antes de las ocho de la mañana, ya trabajaba en Teléfonos de México en el Departamento de Troncales.
Mi trabajo consistía en enlazar las diferentes Centrales Telefónicas instaladas en la Ciudad de México, con la finalidad de hacer más rápida y eficiente la comunicación telefónica, sobre todo porque se acercaban dos acontecimientos importantes para el país, los Juegos Olímpicos de 1968 y el Campeonato Mundial de futbol en 1970.

Cuando me presenté a trabajar, apenas ingresé a las instalaciones, que se localizaban en la Central Victoria, mi jefe, el ingeniero Benavides que se encontraba sentado cómodamente en el sillón de su escritorio, con un gesto de autoridad me llamó a su oficina para preguntarme por qué había faltado tantos días, no sin antes recordarme que por faltar cuatro días seguidos podría ser despedido.

Le platiqué lo que había sucedido el 2 de octubre en Tlatelolco y, que mis faltas al trabajo habían sido provocadas porque había estado preso en la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla.

En 1968 yo tenía 18 años y era estudiante de primer año en la Preparatoria número 3, por ser jefe de mi grupo, pertenecía al Comité de Lucha. El 2 de octubre pedí permiso para salir más temprano de mi trabajo para poder asistir al mitin pues la salida era a las cuatro de la tarde. Mi centro de trabajo se encontraba en la calle de Victoria, por lo que al concedérseme el permiso, me fui caminado por la Avenida San Juan de Letrán hasta llegar a la Plaza de las Tres Culturas, que por acuerdo de la asamblea y del Comité Nacional de Huelga deberíamos reunirnos en el templete donde se encuentran las astas bandera.

La tarde, que era bastante soleada caía, sobre la Plaza, numerosos contingentes formados por maestros, ferrocarrileros, estudiantes y trabajadores en general llegaban al mitin portando sus pancartas, recuerdo que una de ellas decía “Mi esposa no vino porque está enferma, pero venimos mis hijos y yo”.

Al ver que nuestros compañeros no llegaban al punto de reunión, Ricardo Gómez Malpica, que apenas tenía 16 años y que era mi compañero de grupo y yo, decidimos dar una vuelta por la Plaza para ver si encontrábamos a algunos compañeros. Recorrimos el lugar, y al no encontrar a nadie acordamos regresar al lugar de la cita. Serían cerca de las 5.30 de la tarde cuando empezamos a escuchar ruido de motores, miramos hacia arriba y vimos volar sobre la Iglesia de Tlatelolco un helicóptero, al mismo tiempo que lanzaba luces de color verde sobre la Plaza, los cohetes cayeron cerca de nosotros. Al principio creímos que era algo festivo, después nos enteramos que, como en la guerra de Vietnam, cuando son lanzadas las luminarias, es el momento indicado para que el ejército inicie el ataque.

Escuchamos el ruido de las botas sobre los adoquines, muchos soldados salían de entre las ruinas de la zona arqueológica, de la iglesia y por el pasillo que lleva del Eje Central –antes San Juan de Letrán- hacia la Plaza de las Tres Culturas, pues se habían instalado desde la noche anterior en el estacionamiento subterráneo del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores (mi esposa Carolina que vivía en la Esquina de Allende y Nonoalco, asegura que al sacar a su perro a pasear por la noche, se dio cuenta de este hecho). Individuos vestidos con traje y corbata y con un guante blanco en la mano izquierda y en la derecha un arma de fuego -después nos enteramos que eran integrantes del Batallón Olimpia-, empezaron a disparar sobre los asistentes al mitin y, a los soldados. Desde el tercer piso del edificio Chihuahua los oradores nos decían que no corriéramos, que era una provocación, que eran balas de salva, alguien grito sí “¡son de sálvate si puedes!”.

La balacera comenzó y como dijo el canta autor José de Molina “con escarapela tricolor y plan de táctica con sello mexicano”, empezamos a correr, mientras yo jalaba del suéter a Malpica, que siempre estuvo conmigo, las balas chocaban en el piso y las esquirlas nos golpeaban los tobillos, las puertas de la fueron cerradas iglesia para que nadie pudiera entrar, intentamos salir por Nonoalco –hoy Flores Magón- pero ya el ejército había cerrado las salidas.

Nuestra otra opción era salir por la Avenida Reforma, pero para ello teníamos que atravesar toda la plaza en medio de una lluvia de balas, pues la planta baja del Chihuahua ya se encontraba llena de gente, en nuestra carrera, solo recuerdo a una señora, de la tercera edad parada junto al asta bandera donde se consigna el conjunto habitacional como Unidad Adolfo López Mateos, cantando el Himno Nacional.
Salimos corriendo de la plaza, miré hacia atrás y ya dos compañeros cargaban a un herido, herido en las piernas. Cuando pensamos que podríamos salir por Reforma, nos encontramos de frente con un grupo de soldados, todos jóvenes, visiblemente drogados y con la bayoneta calada nos gritaron “¡Ahora sí cabroncitos, no que querían su revolución!”. No nos detuvimos, seguimos corriendo intentando salir por Manuel González, al ir corriendo nos dimos cuenta que los accesos al edificio Tamaulipas estaban abiertos, decidimos refugiarnos ahí, subimos corriendo cinco pisos, cómo lo hicimos no lo sé, pero ya una señora tenía abierta la puerta de su departamento y nos indicó que entráramos, ahí nos encontramos con más compañeros de filosofía, medicina y economía. Desde la ventana de la recamara del departamento podíamos observar cómo los tanques disparaban sobre el edificio Chihuahua.

A eso de las ocho de la noche, llegó un hijo de la señora que nos había dado refugio, le informó que los soldados estaban revisando departamento por departamento y donde encontraran estudiantes todos serian detenidos.

Decidimos salir del edificio Tamaulipas, todo era confusión, no había agua, teléfonos y mucho menos luz, en el ambiente se percibía el olor a pólvora y había heridos, muchos heridos, también se escuchaban muchas quejas de dolor. No sé cómo llegamos a la planta baja del Chihuahua, ahí los soldados nos detuvieron, se escuchaban muchos gritos dando órdenes a los soldados y a los integrantes del Batallón Olimpia, también había muchos compañeros que tenían los brazos levantados y estaban semidesnudos, a nosotros, con las puntas de las bayonetas nos empujaban para que camináramos más rápido, cuando ya nos llevaban detenidos con las manos sobre la nuca, y con la derrota sobre nuestras espaldas, individuos pasaban corriendo junto a nosotros gritando “¡Aquí Batallón Olimpia!”.

Subimos las escaleras que llevan a la plaza, los soldados nos hicieron atravesarla pero en sentido contrario al que habíamos corrido, solo que ahora se escuchaban pocos disparos y nos colocaron en terrenos de las ruinas, en la zona arqueológica que está a un lado de lo que fue la Secretaria de Relaciones Exteriores, empezó a llover, en este lugar éramos muchos los detenidos, había diplomáticos, periodistas, trabajadores, estudiantes y, yo no soltaba mi libro de Ida Appendini de Historia Universal Contemporánea, porque supuestamente cuando terminara el movimiento tendría examen de historia.
Como a las diez de la noche, nos sacaron de la zona arqueológica y nos llevaron a un corredor que se encuentra entre la Iglesia y el edificio que se localiza en la Plaza de las tres culturas. Tirados en el piso, otra vez escuchamos el grito de “¡Aquí Batallón Olimpia!”, que buscaban entre los detenidos, según decían, a los líderes del movimiento.

Cerca de las 11 de la noche nos sacaron del corredor y nos colocaron en filas de seis atrás de la iglesia y de frente al Chihuahua, había una señora que se dedicó a recolectar datos, domicilios y números telefónicos de los detenidos para poder avisarle a sus familiares. De pronto nos empezaron a disparar desde el Chihuahua con ametralladoras, las balas pegaban en la pared un poco más arriba de nuestras cabezas, por lo que tuvimos que tirarnos al suelo, el polvo y la tierra que se desprendía de la pared caía sobre nosotros y, quien intentara ponerse de pie y correr era sometido por los soldados a patadas y culatazos, éstos que portaban grandes ametralladoras con tripie, respondieron el fuego, las ametralladoras disparaban balas grandes y “gordas” que producían un sonido hueco, tuvimos que soportar varias veces el tiroteo.

Ya cerca de las cuatro de la mañana, tuve que abandonar mi libro de historia, nos llevaron al estacionamiento, a un costado de la Plaza, donde después se construyó la guardería, para los hijos de los trabajadores de la SRE, y que ahora es una biblioteca, estábamos mojados, cubiertos de polvo y tierra, con frío y sobre todo con miedo, los camiones que nos trasladarían a la cárcel fueron llegando poco a poco, no sabíamos a dónde nos llevarían, unos decían que a Lecumberri, otros que al Campo Militar número 1. Pero cuando llegaron los camiones, que eran conocidos como “Delfines” nos enteramos que nos llevarían a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla, fuimos acomodados dos estudiantes en cada asiento y custodiados por granaderos.

Ha eso de la siete de la mañana llegamos a la Peni, como le decíamos, nos recibió el director del penal, un Teniente Coronel del ejército, muy formal con su uniforme de militar con la casaca color verde olivo, pantalón caqui, zapatos negros y muchas medallas en el pecho, de entrada nos dijo encontrarse muy triste, pues habíamos herido, según él, a su amigo el General Hernández Toledo, quien había dirigido el ataque en Tlatelolco.

El director, de manera amable nos dio la “bienvenida” y nos informó que pronto nos darían de desayunar, después de tenernos de pie varias horas en el comedor, nos colocaron a cuatro estudiantes en cada celda, nos dieron un bolillo y un vaso de plástico color azul con café negro, que llevaban en un tambo colocado sobre un “diablo”, el único problema que teníamos era que solo había un vaso para más de seiscientos detenidos, como nos decían los policías, por lo que teníamos que tomarlo lo más rápido posible, para que les tocara a los demás.

Llegó la hora de la comida, nos sirvieron sopa de fideo, carne de res con verduras, frijoles, de esos grandotes que les dicen ayocotes y un bolillo, pero los platos, que eran de aluminio con divisiones, estaban visiblemente sucios, y la comida revuelta, fácilmente podíamos clavarles a los platos la uña por la cantidad de grasa que traían pegada, por lo que la comida se regresó. Más tarde el director nos visitó para preguntarnos por qué no habíamos comido; algunos compañeros le explicaron las condiciones en que nos había proporcionado los alimentos y por qué fueron desechados. Nos anunció que más tarde nos llevarían jabón, zacate, platos y tazones de plástico limpios, aunque sin cucharas, colchones y una cobija, el problema había sido, según nos dijo el Director, que no esperaban a tantos detenidos y en Santa Martha habíamos más de seiscientos cincuenta, según nos indicó el Teniente Coronel.

Después de la cena y ya con el estómago lleno, intentábamos dormir, la luz se apagaba a las siete de la noche y la crujía quedaba iluminada con una luz amarillenta, pero casi diario a las tres de la mañana, llegaban los policías y empezaban a golpear con un tubo las rejas de las celdas para despertarnos y llevarnos a declarar. Yo solo pensaba en qué iba a decir en mi trabajo por los días que me ausentara. Los días que estuvimos en la prisión, tres veces al día comíamos frijoles y un bolillo, en la mañana y en la noche nos daban café con “leche”, que estaba exageradamente dulce y me provocaba nauseas al tomarlo.
Nos colocaban en filas y pasábamos uno por uno ante un agente del Ministerio Público, nos hacían preguntas, como cuál era nuestro nombre y la dirección, qué hacíamos en Tlatelolco, si habíamos disparado un arma de fuego, a qué partido político pertenecíamos, de que escuela éramos, otras veces nos despertaban para hacernos la prueba de la parafina, que consistía en meter las manos en un recipiente con cera muy caliente, para comprobar que no tuviéramos huellas de pólvora en las manos, lo cual era muy doloroso
Un día después de la masacre, nos enteramos por los periódicos -pues los custodios vendían de todo, hasta en el doble de su precio-, que solo habían sido poco más de sesenta los muertos en el mitin, nunca supimos realmente cuántos muertos hubo.

Mi padre que había trabajado en la Fábrica Nacional de Pólvora y que conocía a militares de alto rango, se dedicó a buscarme, sus jefes y conocidos le contestaron que perdiera toda esperanza de encontrarme con vida, pues había muchos estudiantes muertos aquella tarde en Tlatelolco.
Cinco días después como a las nueve de la mañana, fuimos liberados, a pesar de que los policías nos decían que ya no íbamos a salir o que tal vez lo haríamos cuando terminara la Olimpiada, otra vez tuvimos que someternos al interrogatorio, una vez más, me preguntaron mi nombre y dirección, y también qué estaba haciendo en Tlatelolco, les respondí que había ido a visitar a una tía que vivía en el edificio Batallón de San Patricio, si había disparado un arma de fuego, en qué escuela estaba inscrito, otra pregunta fue a qué partido político pertenecía, les respondí que a ninguno, el Agente del Ministerio Público me dijo que iba a poner que pertenecía al PRI, protesté, me respondió que si ponía que yo no pertenecía al PRI, no saldría libre, entonces me hice priísta.

Ya libres y en la calle, Malpica, yo y otros compañeros tuvimos que pedir dinero a algunas de las personas que esperaban a que sus familiares fueran liberados, pues no traíamos dinero ni para el camión. Ya en el autobús, algunos compañeros empezaron a organizar brigadas para informar a la gente de lo que había sucedido el 2 de octubre en Tlatelolco.

Al día siguiente me presenté a trabajar, mi jefe, el Ing. Benavides se me quedo mirando, respiro profundo, mientras yo lo miraba expectante, después de varios segundos me dijo que los días que había faltado me los tomarían a cuenta de mis vacaciones, y qué me presentara con mi jefe inmediato y que terminara mi trabajo, porque estaba muy atrasado.

La facilidad que entraña el nuevo sistema de comunicación automática de la empresa Ericsson

El Universal, 3 de Julio de 1926.

VIDA COTIDIANA.

LA FACILIDAD QUE ENTRAÑA EL NUEVO SISTEMA DE COMUNICACIÓN AUTOMÁTICA DE LA EMPRESA ERICSSON.

Una vez Entendido el Funcionamiento del Aparato Automático por Parte del Suscriptor la Comunicación Nunca Fallara.

“Hoy las ciencias adelantan ¡que es una barbaridad!”.
Así cantaba el vejete de la antigua zarzuela, allá por los años de mil ochocientos noventa y tantos.
¿Qué diría este mismo personaje en nuestros días si para hablar por teléfono con su amigo o su amiga –a los que tan afecto era- no tuviese más que ensartar la yema del dedo cinco veces en los diversos agujeros de un circuito metálico adherido a la caja de su aparato?
Se desmayaría de asombro.
Y la cosa no es para menos. Cabía en la mente del mas cretino telefoneador, la sencillez del antiguo sistema, tardo y molesto.
Descolgar el audífono, colocarlo en la oreja y esperar que una voz más o menos grata, le preguntara lacónicamente: “¿Número”? era, aunque aburrido, fácil de comprender. Pero que ahora, con el nuevo sistema implantado por la Empresa de Teléfonos Ericsson, basta hacer girar el disco rotatorio para poner en comunicación directa con quien se desea, sin intervención alguna de la mano del hombre (léase de las señoritas telefonistas), es para desconcertar a quien quiera penetrar un poco ese misterio.
Y por una de esas casualidades, nosotros fuimos de los curiosos y nos encaminamos ayer al edificio construido ex profeso para esta Central Automática en las calles de puebla y Monterrey, de la colonia Roma.
Como se trataba de subir a los paraísos de la curiosidad, empezamos por los sótanos del edificio. Ahí que la primera sorpresa, porque no habíamos imaginado que pudieran entrar en una casa tal cantidad de alambres. Millares de líneas procedentes de todos los rumbos de la ciudad se dan cita en aquellos sótanos y se dirigen seriamente, sin titubeos ni “entretenidas” como es costumbre entre nosotros, a su fin respectivo que es un aparatito de treinta centímetros de diámetro que afecta la forma de un reloj. Este el primer paso de la comunicación automática y aquellos los primeros pasos que dimos nosotros con la boca abierta, en el edificio Ericsson.
Comenzó nuestro ascenso hasta más allá del entresuelo constituido por los salones donde funcionan las dinamos. Los transformadores los mejores de alta potencia y tablas de distribución de fuerza, así como los motores de emergencia que comienzan a funcionar automáticamente cuando otro de los motores sufre algún desperfecto.
Si fuéramos ingenieros, este departamento nos hubiera interesado ampliamente, pero como no somos más que unos modestos “suscriptores” de teléfono, teníamos prisa en llegar al plafón de nuestra curiosidad, el lugar donde suponíamos que han de rematar aquellos alambrados del sótano.
Entonces tuvo una espera nuestra ansia de conocer aquellos secretos y misterios de la ciencia; fuimos conducidos al segundo piso donde tuvimos la desilusión que había empleadas.
¡Acabaremos –pensamos. Así qué gracia tiene! Se acabó el misterio. Nos han defraudado! Nosotros creíamos que en esta casa, como en las de los cuentos de niñas, no había ser humano y que todo lo hacían los duendes o “genios” del ingenio moderno.
.Pero se nos dio la explicación –dijéramos mejor, la excusa- de que las empleadas que ahí veíamos, perduraban por no estar aún unificado el sistema, y que la misión de tales señoritas era poner en comunicación a los suscriptores que aún conservan el viejo sistema con los del nuevo. Una especie de amigos mediadores entre la reacción y la revolución, entre el régimen antiguo y el nuevo para establecer el equilibrio que cimiente la futura paz “automática” de los teléfonos.
Y tan es esta la misión de esas iniciadas que escuchan quejas, remedian males y corrigen errores; lo mismo que haría el amigo intermediario para unificar los espíritus dispersos en los sistemas contrarios de nuestra vida política contemporánea.
Y en el tercer piso, continuando nuestra marcha ascendente llegamos a tener deseo de satisfacer la curiosidad incontenida, quedando poco menos que desquijarados al abre írsenos la boca de par en par.
Ahí estaba el milagro inquirido, tres pasos hasta el edificio de la Ericsson. Es una amplia sala donde están instalados los verdaderos muros de aparatos con capacidad para la operación de diez mil líneas telefónicas.
Nuestra guía nos explicaba cuáles de ellos eran aparatos registradores, cuales los “buscadores” y cuales los “conectadores”. Nombres y nombres y nombres –palabras, que diría al principio que caían sobre nuestra curiosidad y en el cartón piedra de nuestra ignorancia como un aguacero de gotas de gestos que venimos padeciendo hace varias semanas como un chipi-chipi.
Y al ver aquello, nos poníamos a pensar en lo ajeno que esta el suscriptor del teléfono cuando hace girar su ruletita en la sencilla caja de madera aplicada al muro en su domicilio, de aquel enjambre de líneas y de aquel berenjenal de alambres que han sido necesarios para darle una moderna comodidad.
Ciertamente. El suscriptor que enterado del manejo de su teléfono, clava el dedo en cada uno de los números que forman la cifra que deseen, y hace retroceder el disco hasta el tope que lo detiene, dejándolo en libertad para que retroceda a su punto de de partida, no se imagina que con tan sencilla acción pone en movimiento miles de miles de discos, de engranes, de corriente, de luces y ondas sonoras.
Y tampoco se pone a considerar cuánto gana en tiempo y ahorro en bilis, con este nuevo sistema, que viene a suplantar y destruir aquel otro primitivo y molesto que lo hacía estar largos ratos con una oreja aplastada por el audífono, frente a la bocina parada con el vaho hecho rocío de tanto esperar, y perforado el oído con el campanilleo que repica incesante sin obtener la comunicación pedida.
Hoy basta confrontar con la yema del dedo las cifras del número que se desea y la comunicación se establece eficaz, inmediata, infalible, sino comete error el solicitante.
Pero esto es poco todavía, afirmaba nuestro informante. Cierren ustedes la boca para descansar las quijadas, mientras vuelven a abrirla de par en par, cuando la Empresa establece, que será muy pronta la comunicación telefónica por este procedimiento con todas las poblaciones del país y algunas de los Estados Unidos.
Esto ya nos pareció sencillo, pues razonando con ingenuidad, pensamos que ya no es cuestión más que de metros más de alambre.
¿Metros? –pregunto el guía. ¡Kilómetros, amigo. Kilómetros! Y grandes motores y fuertes dinamos y un enorme deseo y una tenaz voluntad para ir a la vanguardia del progreso.
Sinceramente confesamos que no habíamos caído en ello. A nosotros nos basta qu con saber que para hablar con un pariente que está lejos y no pensamos en nada. Pero nuestro guía tiene razón.
Nos comemos el pan, pero no sabemos ni quien lo hizo.
Y sin embargo, repelamos cuando encontramos en él una hormiga.
Filosofando obcecados con la idea, llamamos a la oficina de regreso de nuestra visita a la central Automática pedimos por teléfono al sistema.
– ¡Central!… ¡Central!
– ¿Número?
– ¡Pan!… Buscadores…
– No entiendo, señor, ¿número?
– Y colgamos el audífono a cuenta de que decíamos, porque no habíamos salido de nuestro asombro. Es una maravilla que deberían conocer, las instalaciones de la Primera Central Automática que acaba de realizar la Empresa de Teléfonos Ericsson.
– Al escribir esto, toda la boca abierta. Y al mismo tiempo, tenemos punto en boca.