Zona de Guerra

¡No queremos Olimpiada, queremos Revolución!.

Después de cinco días de ausencia me presenté a trabajar. Marqué mi tarjeta de entrada poco antes de las ocho de la mañana, ya trabajaba en Teléfonos de México en el Departamento de Troncales.
Mi trabajo consistía en enlazar las diferentes Centrales Telefónicas instaladas en la Ciudad de México, con la finalidad de hacer más rápida y eficiente la comunicación telefónica, sobre todo porque se acercaban dos acontecimientos importantes para el país, los Juegos Olímpicos de 1968 y el Campeonato Mundial de futbol en 1970.

Cuando me presenté a trabajar, apenas ingresé a las instalaciones, que se localizaban en la Central Victoria, mi jefe, el ingeniero Benavides que se encontraba sentado cómodamente en el sillón de su escritorio, con un gesto de autoridad me llamó a su oficina para preguntarme por qué había faltado tantos días, no sin antes recordarme que por faltar cuatro días seguidos podría ser despedido.

Le platiqué lo que había sucedido el 2 de octubre en Tlatelolco y, que mis faltas al trabajo habían sido provocadas porque había estado preso en la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla.

En 1968 yo tenía 18 años y era estudiante de primer año en la Preparatoria número 3, por ser jefe de mi grupo, pertenecía al Comité de Lucha. El 2 de octubre pedí permiso para salir más temprano de mi trabajo para poder asistir al mitin pues la salida era a las cuatro de la tarde. Mi centro de trabajo se encontraba en la calle de Victoria, por lo que al concedérseme el permiso, me fui caminado por la Avenida San Juan de Letrán hasta llegar a la Plaza de las Tres Culturas, que por acuerdo de la asamblea y del Comité Nacional de Huelga deberíamos reunirnos en el templete donde se encuentran las astas bandera.

La tarde, que era bastante soleada caía, sobre la Plaza, numerosos contingentes formados por maestros, ferrocarrileros, estudiantes y trabajadores en general llegaban al mitin portando sus pancartas, recuerdo que una de ellas decía “Mi esposa no vino porque está enferma, pero venimos mis hijos y yo”.

Al ver que nuestros compañeros no llegaban al punto de reunión, Ricardo Gómez Malpica, que apenas tenía 16 años y que era mi compañero de grupo y yo, decidimos dar una vuelta por la Plaza para ver si encontrábamos a algunos compañeros. Recorrimos el lugar, y al no encontrar a nadie acordamos regresar al lugar de la cita. Serían cerca de las 5.30 de la tarde cuando empezamos a escuchar ruido de motores, miramos hacia arriba y vimos volar sobre la Iglesia de Tlatelolco un helicóptero, al mismo tiempo que lanzaba luces de color verde sobre la Plaza, los cohetes cayeron cerca de nosotros. Al principio creímos que era algo festivo, después nos enteramos que, como en la guerra de Vietnam, cuando son lanzadas las luminarias, es el momento indicado para que el ejército inicie el ataque.

Escuchamos el ruido de las botas sobre los adoquines, muchos soldados salían de entre las ruinas de la zona arqueológica, de la iglesia y por el pasillo que lleva del Eje Central –antes San Juan de Letrán- hacia la Plaza de las Tres Culturas, pues se habían instalado desde la noche anterior en el estacionamiento subterráneo del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores (mi esposa Carolina que vivía en la Esquina de Allende y Nonoalco, asegura que al sacar a su perro a pasear por la noche, se dio cuenta de este hecho). Individuos vestidos con traje y corbata y con un guante blanco en la mano izquierda y en la derecha un arma de fuego -después nos enteramos que eran integrantes del Batallón Olimpia-, empezaron a disparar sobre los asistentes al mitin y, a los soldados. Desde el tercer piso del edificio Chihuahua los oradores nos decían que no corriéramos, que era una provocación, que eran balas de salva, alguien grito sí “¡son de sálvate si puedes!”.

La balacera comenzó y como dijo el canta autor José de Molina “con escarapela tricolor y plan de táctica con sello mexicano”, empezamos a correr, mientras yo jalaba del suéter a Malpica, que siempre estuvo conmigo, las balas chocaban en el piso y las esquirlas nos golpeaban los tobillos, las puertas de la fueron cerradas iglesia para que nadie pudiera entrar, intentamos salir por Nonoalco –hoy Flores Magón- pero ya el ejército había cerrado las salidas.

Nuestra otra opción era salir por la Avenida Reforma, pero para ello teníamos que atravesar toda la plaza en medio de una lluvia de balas, pues la planta baja del Chihuahua ya se encontraba llena de gente, en nuestra carrera, solo recuerdo a una señora, de la tercera edad parada junto al asta bandera donde se consigna el conjunto habitacional como Unidad Adolfo López Mateos, cantando el Himno Nacional.
Salimos corriendo de la plaza, miré hacia atrás y ya dos compañeros cargaban a un herido, herido en las piernas. Cuando pensamos que podríamos salir por Reforma, nos encontramos de frente con un grupo de soldados, todos jóvenes, visiblemente drogados y con la bayoneta calada nos gritaron “¡Ahora sí cabroncitos, no que querían su revolución!”. No nos detuvimos, seguimos corriendo intentando salir por Manuel González, al ir corriendo nos dimos cuenta que los accesos al edificio Tamaulipas estaban abiertos, decidimos refugiarnos ahí, subimos corriendo cinco pisos, cómo lo hicimos no lo sé, pero ya una señora tenía abierta la puerta de su departamento y nos indicó que entráramos, ahí nos encontramos con más compañeros de filosofía, medicina y economía. Desde la ventana de la recamara del departamento podíamos observar cómo los tanques disparaban sobre el edificio Chihuahua.

A eso de las ocho de la noche, llegó un hijo de la señora que nos había dado refugio, le informó que los soldados estaban revisando departamento por departamento y donde encontraran estudiantes todos serian detenidos.

Decidimos salir del edificio Tamaulipas, todo era confusión, no había agua, teléfonos y mucho menos luz, en el ambiente se percibía el olor a pólvora y había heridos, muchos heridos, también se escuchaban muchas quejas de dolor. No sé cómo llegamos a la planta baja del Chihuahua, ahí los soldados nos detuvieron, se escuchaban muchos gritos dando órdenes a los soldados y a los integrantes del Batallón Olimpia, también había muchos compañeros que tenían los brazos levantados y estaban semidesnudos, a nosotros, con las puntas de las bayonetas nos empujaban para que camináramos más rápido, cuando ya nos llevaban detenidos con las manos sobre la nuca, y con la derrota sobre nuestras espaldas, individuos pasaban corriendo junto a nosotros gritando “¡Aquí Batallón Olimpia!”.

Subimos las escaleras que llevan a la plaza, los soldados nos hicieron atravesarla pero en sentido contrario al que habíamos corrido, solo que ahora se escuchaban pocos disparos y nos colocaron en terrenos de las ruinas, en la zona arqueológica que está a un lado de lo que fue la Secretaria de Relaciones Exteriores, empezó a llover, en este lugar éramos muchos los detenidos, había diplomáticos, periodistas, trabajadores, estudiantes y, yo no soltaba mi libro de Ida Appendini de Historia Universal Contemporánea, porque supuestamente cuando terminara el movimiento tendría examen de historia.
Como a las diez de la noche, nos sacaron de la zona arqueológica y nos llevaron a un corredor que se encuentra entre la Iglesia y el edificio que se localiza en la Plaza de las tres culturas. Tirados en el piso, otra vez escuchamos el grito de “¡Aquí Batallón Olimpia!”, que buscaban entre los detenidos, según decían, a los líderes del movimiento.

Cerca de las 11 de la noche nos sacaron del corredor y nos colocaron en filas de seis atrás de la iglesia y de frente al Chihuahua, había una señora que se dedicó a recolectar datos, domicilios y números telefónicos de los detenidos para poder avisarle a sus familiares. De pronto nos empezaron a disparar desde el Chihuahua con ametralladoras, las balas pegaban en la pared un poco más arriba de nuestras cabezas, por lo que tuvimos que tirarnos al suelo, el polvo y la tierra que se desprendía de la pared caía sobre nosotros y, quien intentara ponerse de pie y correr era sometido por los soldados a patadas y culatazos, éstos que portaban grandes ametralladoras con tripie, respondieron el fuego, las ametralladoras disparaban balas grandes y “gordas” que producían un sonido hueco, tuvimos que soportar varias veces el tiroteo.

Ya cerca de las cuatro de la mañana, tuve que abandonar mi libro de historia, nos llevaron al estacionamiento, a un costado de la Plaza, donde después se construyó la guardería, para los hijos de los trabajadores de la SRE, y que ahora es una biblioteca, estábamos mojados, cubiertos de polvo y tierra, con frío y sobre todo con miedo, los camiones que nos trasladarían a la cárcel fueron llegando poco a poco, no sabíamos a dónde nos llevarían, unos decían que a Lecumberri, otros que al Campo Militar número 1. Pero cuando llegaron los camiones, que eran conocidos como “Delfines” nos enteramos que nos llevarían a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla, fuimos acomodados dos estudiantes en cada asiento y custodiados por granaderos.

Ha eso de la siete de la mañana llegamos a la Peni, como le decíamos, nos recibió el director del penal, un Teniente Coronel del ejército, muy formal con su uniforme de militar con la casaca color verde olivo, pantalón caqui, zapatos negros y muchas medallas en el pecho, de entrada nos dijo encontrarse muy triste, pues habíamos herido, según él, a su amigo el General Hernández Toledo, quien había dirigido el ataque en Tlatelolco.

El director, de manera amable nos dio la “bienvenida” y nos informó que pronto nos darían de desayunar, después de tenernos de pie varias horas en el comedor, nos colocaron a cuatro estudiantes en cada celda, nos dieron un bolillo y un vaso de plástico color azul con café negro, que llevaban en un tambo colocado sobre un “diablo”, el único problema que teníamos era que solo había un vaso para más de seiscientos detenidos, como nos decían los policías, por lo que teníamos que tomarlo lo más rápido posible, para que les tocara a los demás.

Llegó la hora de la comida, nos sirvieron sopa de fideo, carne de res con verduras, frijoles, de esos grandotes que les dicen ayocotes y un bolillo, pero los platos, que eran de aluminio con divisiones, estaban visiblemente sucios, y la comida revuelta, fácilmente podíamos clavarles a los platos la uña por la cantidad de grasa que traían pegada, por lo que la comida se regresó. Más tarde el director nos visitó para preguntarnos por qué no habíamos comido; algunos compañeros le explicaron las condiciones en que nos había proporcionado los alimentos y por qué fueron desechados. Nos anunció que más tarde nos llevarían jabón, zacate, platos y tazones de plástico limpios, aunque sin cucharas, colchones y una cobija, el problema había sido, según nos dijo el Director, que no esperaban a tantos detenidos y en Santa Martha habíamos más de seiscientos cincuenta, según nos indicó el Teniente Coronel.

Después de la cena y ya con el estómago lleno, intentábamos dormir, la luz se apagaba a las siete de la noche y la crujía quedaba iluminada con una luz amarillenta, pero casi diario a las tres de la mañana, llegaban los policías y empezaban a golpear con un tubo las rejas de las celdas para despertarnos y llevarnos a declarar. Yo solo pensaba en qué iba a decir en mi trabajo por los días que me ausentara. Los días que estuvimos en la prisión, tres veces al día comíamos frijoles y un bolillo, en la mañana y en la noche nos daban café con “leche”, que estaba exageradamente dulce y me provocaba nauseas al tomarlo.
Nos colocaban en filas y pasábamos uno por uno ante un agente del Ministerio Público, nos hacían preguntas, como cuál era nuestro nombre y la dirección, qué hacíamos en Tlatelolco, si habíamos disparado un arma de fuego, a qué partido político pertenecíamos, de que escuela éramos, otras veces nos despertaban para hacernos la prueba de la parafina, que consistía en meter las manos en un recipiente con cera muy caliente, para comprobar que no tuviéramos huellas de pólvora en las manos, lo cual era muy doloroso
Un día después de la masacre, nos enteramos por los periódicos -pues los custodios vendían de todo, hasta en el doble de su precio-, que solo habían sido poco más de sesenta los muertos en el mitin, nunca supimos realmente cuántos muertos hubo.

Mi padre que había trabajado en la Fábrica Nacional de Pólvora y que conocía a militares de alto rango, se dedicó a buscarme, sus jefes y conocidos le contestaron que perdiera toda esperanza de encontrarme con vida, pues había muchos estudiantes muertos aquella tarde en Tlatelolco.
Cinco días después como a las nueve de la mañana, fuimos liberados, a pesar de que los policías nos decían que ya no íbamos a salir o que tal vez lo haríamos cuando terminara la Olimpiada, otra vez tuvimos que someternos al interrogatorio, una vez más, me preguntaron mi nombre y dirección, y también qué estaba haciendo en Tlatelolco, les respondí que había ido a visitar a una tía que vivía en el edificio Batallón de San Patricio, si había disparado un arma de fuego, en qué escuela estaba inscrito, otra pregunta fue a qué partido político pertenecía, les respondí que a ninguno, el Agente del Ministerio Público me dijo que iba a poner que pertenecía al PRI, protesté, me respondió que si ponía que yo no pertenecía al PRI, no saldría libre, entonces me hice priísta.

Ya libres y en la calle, Malpica, yo y otros compañeros tuvimos que pedir dinero a algunas de las personas que esperaban a que sus familiares fueran liberados, pues no traíamos dinero ni para el camión. Ya en el autobús, algunos compañeros empezaron a organizar brigadas para informar a la gente de lo que había sucedido el 2 de octubre en Tlatelolco.

Al día siguiente me presenté a trabajar, mi jefe, el Ing. Benavides se me quedo mirando, respiro profundo, mientras yo lo miraba expectante, después de varios segundos me dijo que los días que había faltado me los tomarían a cuenta de mis vacaciones, y qué me presentara con mi jefe inmediato y que terminara mi trabajo, porque estaba muy atrasado.