En uno de los primeros capítulos de la popular serie británica Dowton Abbey, que relata la vida de una familia acomodada en las primeras décadas del siglo XX, una de las doncellas de la casa acaba consiguiendo un empleo en la empresa que está desarrollando la red de teléfonos. La doncella Gwen, se ha estado entrenando como mecanógrafa y se hace con un puesto de secretaria.
Las compañías de teléfonos eran una de las pocas salidas que tenían las mujeres, pero no solo en el Reino Unido que retrata la popular serie sino en muchos otros países.
En la España de principios del siglo XX, las mujeres poco podían hacer. La universidad era todavía terreno vedado para ellas (es entonces cuando empiezan las primeras estudiantes universitarias a concluir sus estudios, pero aún no ha dejado de ser anécdota en la primera década del siglo) y muchas profesiones continuaban lejos del alcance de su mano.
Poco puede ser una mujer en la España de comienzos del siglo pasado. Como apuntan unos cuantos artículos de la prensa de la época en los que se aborda “la cuestión femenina” (algunos indican que es una cita de Concepción Arenal, otros no), la mujer española solo podía ser “reina, maestra o telefonista”. La primera era una posición con una demanda profesional limitada, la segunda era una en alza y la última era la muestra de que la emergente industria de las telecomunicaciones no solo estaba modernizando la manera de comunicarse sino que también estaba modificando el panorama laboral.
Las telegrafistas.
Primero fue el telégrafo. España había estado probando el telégrafo durante la segunda mitad del siglo XIX y fue con la Restauración cuando el servicio empezó a conocer su boom. Las mujeres se habían incorporado rápidamente a las filas de las telegrafistas en las diferentes empresas que daban servicio en todo el mundo. Ella Cheever Thayer fue una de esas telegrafistas que empezaron a dar servicio en los Estados Unidos del siglo XIX y permite hacerse una idea de cómo era la vida de las mujeres que trabajaban en el telégrafo con su novela Wired Love. A Romance of Dot an Dashes, fue un best seller de su época.
En España la incorporación de la mujer al telégrafo no fue rápida ni sencilla. Como se recoge en el 150 aniversario del telégrafo en España (editado por COIT), en la década de 1870 las mujeres ya estaban dentro de la industria del telégrafo en otros países, pero en España se seguía debatiendo si era o no adecuado. Las primeras mujeres se incorporaron con grandes reservas al servicio en 1880, gracias a un decreto regulador del servicio de telégrafos en 1879. En ese año, se crearon 400 estafetas telegráficas unipersonales (un telegrafista que da todo el servicio) y la ley les permitió contratar con un jornal de 5 reales inferior al de un hombre (por su puesto) a alguna mujer de su familia (“mujer, hermana o hija”) para que apoye su trabajo como auxiliar. En 1882, un Real permite a las mujeres entrar en pleno derecho en el mundo del telégrafo. Ganaban al año 625 pesetas (ellos 1000) y no podían ir mucho más allá en la escala del cuerpo de telegrafistas (ellas no fueron funcionarias hasta 1917). Pero al menos la mujer española ya tenía nueva posible ocupación.
La señorita telefonista.
Pero la revolución fueron las “señoritas telefonistas”. Curiosamente poco se ha escrito sobre ellas. No hay una bibliografía sobre las telefonistas en España y solo merecen un par de menciones y un par de fotos en sepia en los libros que intentan abordar la historia de las telecomunicaciones en el país. Y sin embargo las telefonistas son posiblemente una de las revoluciones sociales más interesantes que propiciaron las telecomunicaciones en España. De repente las mujeres no tenían que ser esposas o madres, o maestras, o doncellas si tenían que ganar dinero para mantenerse. También podían trabajar en una industria nueva, emergente, burbujeante; podían formar parte de la revolución que estaba creando el mundo moderno. Podían trabajar para la industria del Teléfono.
La mejor fuente para averiguar algo más sobre esas telefonistas es la prensa de la época. Son los periódicos y revistas publicados entre 1900 y 1936 los que han servido para trazar en este reportaje robot de las telefonistas de principios de siglo, unas de las primeras mujeres profesionales en la historia de la España contemporánea y una de las figuras clave en el desarrollo de las telecomunicaciones. Al principio, hasta que la telefonía automática no se desarrolló e implanto (y en España esos ocurrió en los años 20), toda llamada tenía que pasar obligatoriamente por las manos de una de estas mujeres.
Las telefonistas eran mujeres modernas, un ejemplo claro del cambio de los tiempos. En los periódicos pueden encontrarse algún reportaje sobre como vivían (al menos) y muchos, muchos comentarios, chistes y relatos en los que aparecen. Las telefonistas eran además una figura tan asociada a los tiempos que protagoniza también novelas (al menos hay un anuncio inmenso sobre una novela que en los años 30 analiza su figura), pero sobre todo sainetes (Paca la telefonista o el poder está en la Vista fue el mega éxito de la temporada de invierno de 1929 a 1930 en Madrid y todos los periódicos dicen que es “graciosísimo”), polkas y canciones, teatro y películas. En la prensa de los años 20 y 30 es increíblemente fácil seguir el rastro a filmes que cuentan historias sobre telefonistas, especialmente telefonistas que se casan con millonarios o que se enamoran durante su trabajo. En la primera décadas del siglo se pueden encontrar varias menciones a una telefonista estadounidense que se casó con un millonario en E.E.U.U, aunque la telefonista conoce a millonario seguramente tendrá una cierta (aunque sea escasa) base real.
Que necesitaba una telefonista.
En la Revista Ilustrada de Banca, Ferrocarriles, Industria y Seguros de 1910 encontramos un anuncio de telefonía práctica, un manual que acaba de ponerse a la venta en España. “Telefonía Práctica constituye, un verdadero manual del Telefonista, con cuyo estudio cualquier persona algo aplicada puede obtener los conocimientos necesarios para alcanzar una plaza o certificado de aptitud en cualquier centro telefónico”. Podemos leer: Cuesta 5 pesetas y permite aprehender un montón de elementos técnicos sobre las centrales de teléfonos.
No sabemos si las mujeres que trabajaban en las centrales de teléfonos lo habían leído, las señoritas telefonistas, como se le s llamaba, tenían que haber servido tres meses como alumnas en una central de teléfonos y tenían que acompañar su petición para el puesto de trabajo de un certificado que indicase que lo habían hecho, otro de las autoridades que asegurase su buena conducta y un certificado de nacimiento. Eso era lo que exigía el Real Decreto que confirmaba el Reglamento de 1903 que establecía el funcionamiento de las redes de teléfonos, tal como recoge De las señales de humo a la Sociedad del Conocimiento (COIT). Y además, para empezar a trabajar como telefonistas, tenían que tener entre 16 y 25 años, ni uno más ni uno menos.
Con todo eso en la mano, ya podrían al menos optar a ser telefonistas. Varias eran las compañías que ofrecían servicios telefónicos en le España de la época, ya que no sería hasta los años 20 cuando con la creación de la Telefónica, no se acabaría concentrando el sector bajo una única firma (sobre ese tema, véase Historia de Telefónica 1924-1975 de Ángel Calvo, editado por Ariel y Fundación Telefónica). ¿Qué es lo que tendrían que hacer? Pues al principio, antes de los teléfonos automáticos (los de ruedita), una telefonista se sentaba ante un panel lleno de clavijas que representaban a los abonados, la telefonista unía a quien llamaba con quién quería hablar.
En 1916 una telefonista tenía que ser soltera, tener entre 15 y 25 años, contar con buena vista y una moral intachable, como lo explica Ricardo Cherra, jefe de personal femenino de la red urbana de teléfonos de Madrid al diario conservador La Acción. Como conocimientos, debían saber “Las cuatro reglas básicas de aritmética elemental”, contar con una buena ortografía y saber tomar dictado. Estas telefonistas entraban con un sueldo diario de 2 pesetas. Trabajando siete horas seguidas y disponían únicamente de derecho a un cuarto de hora de pausa para comer o ir al baño.
En cuanto se casaban tenían que dejar la Compañía. Como apuntan en un reportaje de 1920, sólo las solteras o las viudas que hubieran trabajado anteriormente en la empresa podían ser telefonistas. Por eso, algunas, no se casaban nunca.
Condiciones de trabajo.
Una buena familia desdeña a la chica de “humilde condición” con la que se ha comprometido su hijo, que se enfada con sus padres y les dice que “toda la aristocracia habla con ella” “¿Tiene título de nobleza?”, pregunta la madre “No es telefonista”, responde el hijo. Por su puesto, este no es más de los muchos chistes que protagonizan en los periódicos las telefonistas (éste es de 1912, pero el tono se mantiene en los siguientes).
A medida que las señoritas telefonistas dejan de ser exóticas y a medida que las llamadas de teléfono se hacen más habituales, los chistes y los cliches sobre ellas aumentan. Los hay sobre telefonistas que arman un caos al conectar mal una llamada, sobre telefonistas respondonas y sobre que no hacen nunca caso a los clientes que llaman. En el folklore de la época, la telefonista era una cica (moderna) que se pasaba el día hablando con sus compañeras, cotilleando y que no hacia nunca caso a sus consumidores. Quizás, si nos atenemos a las películas que florecerán en las décadas siguientes esté enamorándose de su jefe, filtrando con el telefonista de otro país o haciendo que un millonario caiga rendido a sus pies por el timbre de su voz. O robando el novio a alguna chica decente a través de los hilos (como se ve en algunas copillas publicadas en la época).
Pero ¿Cómo era en realidad el día a día laboral de la mujer telefonista? Para empezar no eran millonarias. En 1911, Correos y Telégrafos cerraba el escalafón de auxiliares femeninos y en El Liberal del 21 de enero podemos leer cuanto ganaban esas mujeres. Las mujeres ganaban entonces 1200 pesetas de sueldo anual.
En diciembre de 1913, la revista El Duende publica un reportaje sobre las condiciones laborales de esas mujeres. Así descubrimos, como ya apunta el anti título del reportaje, que están explotadas laboralmente, la tecnología esta anticuada, pero los usuarios las acusaban a ellas (cara del servicio) de los fallos. Tienen que escuchar como las increpan los clientes y se enfrentan a pérdidas de sueldo por sus quejas, atienden paneles con demasiados abonados (si hace unos años leíamos que tenían 50 clavijas, ahora tienen más de 100 cada una) y afrontan turnos con horarios bastante horribles. Además, están en una sala mal ventilada, nos explican en el reportaje, y donde la calefacción sólo funciona para las telefonistas del turno de la noche. Clara Campoamor, que fue telefonista a principios de siglo, contaba en 1934 en una entrevista cuando ya era una popular política de II República, que en su caso trabajaba de pie y que tenía que hacer grandes contorciones para poder unir las llamadas “Legamos a adquirir una esbeltez y una agilidad de titiriteras”, bromeaba.
Las telefonistas eran simplemente trabajadoras. Se sentaban en sillas altas, delante de sus tablones y vestían en 1916, batas negras y delantales rojos que acababan en punta. Magda Donato se las encuentra en 1917 (Cuando publica en El Imparcial un reportaje sobre ellas) también vestidas con el mismo uniforme, en una central en la que le sorprende la ausencia de timbres (las telefonistas sabían que estaba entrando una llamada porque se iluminaba una luz, no sonaba ningún teléfono). Las normas sobre cómo deben actuar están pegadas en la pared y Donato las copia; hay que guardar silencio, tener actividad, ser lacónicas, ser amables, repetir los números y no escuchar conversaciones. En la salida intercepta a alguna telefonista, para preguntarles sin la censura sobre sus condiciones de vida. Trabajan ocho horas diarias, con solo un cuarto de hora de descanso; su trabajo requiere gran atención, “¡Como que la salir a la calle salimos como atontadas!”, le dice una de ellas; siguen ganando 2 pesetas y no pueden faltar o estar enfermas; y no tienen más reclamación que les suban el sueldo.
En 1920, las telefonistas siguen atendiendo a más abonados de los que les corresponden, aunque el precio de las llamadas ha subido, “Es un trabajo muy duro. El sueldo que nos dan bien lo ganamos”; le dice Casilda, una telefonista veinteañera a un periodista de La Voz en noviembre. Es la primera que se atreve a hablar, después de que 15 telefonistas negasen, por miedo al despido, su testimonio. Ganan 3 pesetas porque las condiciones han mejorado “desde abril”, y no se quejan porque a la empresa no le costaría reemplazarlas, “En España hay tan poco trabajo para mujeres”, lamenta Casilda. Siguen recibiendo insultos de los abonados, pero al menos les han cambiado el uniforme. Ahora llevan una bata azul con cuello blanco.
Las telefonistas también pueden trabajar para los hoteles, que las buscan en los anuncios por palabras en los periódicos, o para Telefónica, que en 1928 busca telefonistas con un sueldo anual de 1500 pesetas con anuncios en la prensa.
Telefonistas de la República.
En los años 30, el trabajo de las telefonistas era diferente. Los teléfonos eran automáticos, así que el usuario no tenía que pasar por ellas para llamar a cualquiera. No había que levantar el auricular y pedir conexión a la operadora, aunque ellas seguían allí asegurando el funcionamiento de la red. Sus condiciones de trabajo también habían cambiado. Posiblemente, la explicación sea la proclamación de la II República. El Panorama que pinta un periodista que visita el rascacielos de la Telefónica (la compañía de teléfonos de la época) no tiene mucho que ver con lo que nos contaban los reporteros de décadas anteriores. Para empezar, las telefonistas ya no pierden su trabajo al casarse y tampoco cuando tienen hijos. Las operadoras de Telefónica tienen incluso subsidio de maternidad, como cuentan en un reportaje en la revista Nuevo Mundo del 33.
Siguen trabajando, eso sí, muchas horas, aunque ahora pueden dedicar sus descansos a algo más que comer o ir al baño. Tienen una biblioteca, un bar dentro de la empresa (en el que solo se sirve café, chocolate, té, pastas y fruta, el paraíso para un estadounidense de la Ley seca, bromea el periodista).
Por Raquel C. Picó.