(Una vida diferente.)
Carolina Velázquez.
La Jornada, lunes 28 de septiembre de 1987.
Soy operadora de Larga Distancia Nacional. Trabajo desde hace ocho años en Teléfonos de México (Telmex). Tengo 35 años y cuatro hijos. Mi marido trabaja en una fábrica textil como eventual.
Antes del temblor mi trabajo no me permitía atender bien a los niños y la casa. Mi mamá me echaba una mano, pero yo corría todo el día, porque por mi antigüedad no alcanzaba todavía un turno fijo, así que “rolaba”, lo que significa cambiar de turno cada semana y dos veces al año iba en turnos de velada durante un mes.
En ocasiones me tocaba ir en horarios cortados,; una horas en la mañana y otras en la tarde. Entonces no me daba tiempo ni de ir a comer a la casa.
Este ritmo de trabajo afecta las relaciones familiares y de pareja. Por las noches tenía más ganas de dormir que de ponerme cariñosa con Mariano, mi marido. Esto nos traía broncas porque no quería ni platicar ni salir ni hacer nada sino dormir o ver la telenovela de las 9:30 pm.
Además, como su trabajo no era permanente, cuando no había se quedaba mucho en la casa, tenía más ganas de estar conmigo, y si no se podía le entraba un genio de la fregada. Así era mi vida hasta el temblor: la misma rutina. Siempre me sentía culpable con Mariano y con los niños: tenía el antojo de hacer cosas y no contar con el tiempo suficiente. La vida era, en mucho, una carrera en la que me iba bien cuando empataba, pero nunca la gané.
Entonces vino el temblor. Como ya todos saben, el sistema telefónico sufrió serios daños; nosotras, las operadoras, junto con compañeros de otros departamentos, nos quedamos sin centro de trabajo.
Al principio todo era incierto, el tiempo se cortó de repente. No sabíamos que iba a pasar con nuestro empleo: estuvimos nueve meses sin lugar de trabajo fijo, asistiendo dos horas diarias al Parque de Villalongín, frente al local sindical.
Algunas compañeras salieron a provincia a trabajar allá o fueron ubicadas temporalmente en otros centros de trabajo.
El tiempo fue transcurriendo y la vida se fue normalizando tanto en la ciudad como en nuestras vidas. Sin darnos cuenta, nuestros ritmos cambiaron. Antes de ir a pasar lista al Parque, me daba tiempo de dar desayunar sin muchas carreras, ir al mercado, hacer lo que se me antojaba para comer, cotorrear con las vecinas, con las compañeras, tejer.
Junto con esta nueva situación, el temor del desempleo, permanecía adentro de la cabeza. Como no había tiempo extra. Mi ingreso disminuyó considerablemente; esto repercutió sobre mi relación con Mariano, porque ahora yo le exigía que buscara un ingreso fijo, en un momento en el cual el empleo era casi un lujo en nuestro país.
En junio de 1986 entramos a trabajar a la central Victoria y a una posiciones provisionales que instalaron en el patio del Centro Telefónico San Juan. Al regresar al conmutador, nos encontramos con algunos cambios; varías labores habían desaparecido, como la atención a casetas particulares, bancos, oficinas de gobierno y privadas y hoteles, a quienes les dábamos tiempo y costo. Este era uno de los trabajos más intensos y con la automatización nos encontramos que éramos innecesarias para esta actividad.
Las tres casetas de la empresa estaban, y siguen, cerradas.
En los nueve meces que no trabajamos, la empresa automatizó muchas agencias, que son los poblados pequeños a los cuales, hasta antes del temblor, solo podía establecerse la comunicación vía operadora.
También comenzaron a instalarse teléfonos públicos con acceso a Larga Distancia sin operadora y se suspendió el principal servicio en los turnos de velada; los despertadores.
La empresa, empezó a contratar, a cuenta gotas, personal para el departamento. No había operadoras suficientes para cubrir los turnos de las compañeras que faltaban por vacaciones, incapacidad por enfermedad, embarazo, accidente, o porque subían a otra categoría.
Esto trajo nuevos cambios en mi vida. Mis gastos aumentaron; ahora ya no tenemos comedor ni suficientes salas de descanso. Esto significa vernos obligadas a salir a comer a la calle: caro y malo.
De junio a diciembre de 1986 trabajamos turnos de cuatro horas porque no había suficientes posiciones para todas.
Mi vida personal no sufría cambios bruscos con ésta vuelta al conmutador. Aunque permanecía la incertidumbre sobre el futuro del trabajo, en este tiempo rencontré espacios con mi familia inalcanzables antes: compartir los amigos de mis hijos, participar directamente en su tarea. Comencé a salir con Mariano de manera más regular y a volver a gozar la relación; aunque había broncas, como estaba más tranquila, hasta era paciente y cariñosa con él.
En diciembre hubo otros cambios en los turnos. Comenzamos a trabajar ocho horas con semanas alternadas. En esta ocasión alcancé turno fijo de 1:30 pm a 9 pm.
Aunque ya no puedo estar por las tardes con los niños y el conmutador me sigue causando tensión, todavía tengo una semana de descanso.
Al volver al trabajo más regularmente, nos dimos cuenta de la forma, mañosa, como la empresa nos ha ido desplazando poco a poquito. Aunque hemos ganado aumentos salariales, no ha despedido hasta el momento a ninguna operadora ni nos ha quitado clausulas contractuales: tampoco nos ha reubicado en forma definitiva ni ha mostrado voluntad de de enfrentar la digitalización tomándonos en cuenta. Además, desde junio de 1986 no nos descuenta faltas en el trabajo ni nos castiga por llegar tarde, fomentando sospechosamente una actitud que luego achaca a nuestra flojera.
Hace unas semanas, la empresa sacó un estudio en el que afirma que somos poco productivas porque… trabajamos menos llamadas, no tomó en cuenta los daños provocados por el temblor ni el control ejercido por ella misma sobre la entrada de llamadas al conmutador, de manera que la responsabilidad sobre llamadas no contestadas por 02, recae sobre el control de la empresa.
El estudio dice que le sobramos 3 mil 500 en todo el país y plantea reubicarnos en otros departamentos. Nosotras estamos dispuestas a capacitarnos y a mejorar el servicio. Lo que no podemos permitir es que las modificaciones nos afecten e impongan condiciones de trabajo que repercutan en nuestra salud.
Las telefonistas conocemos nuestro trabajo y nos consideramos capaces de participar en el mejoramiento del servicio en forma conjunta con la empresa, sin dejar de defender nuestro derecho a ser felices.