Teléfonos de México: A Poder de la Nación

Ya no más un botín de contratistas y especuladores.

Cuadernos Obreros.

Edit. Solidaridad.

1ª edición, México 1970.

 

 

La historia de la telefonía mexicana, entendida ésta como un servicio público, se inició en el último tercio del siglo pasado. La primera concesión se otorgó en 1884 a la Compañía Telefónica y Telegráfica Mexicana, subsidiaria de la Compañía Telefónica Continental, por solo 6 años. Muy probablemente por aquellos días no se tenía una idea muy clara acerca del vasto horizonte abierto por la evolución de las necesidades de comunicación al portentoso invento reciente (la patente databa apenas de 1876) del escocés Alexander Graham Bell. El hecho es que en 1890 la concesión tuvo que renovarse por 12 años más, y en 1903, visto el crecimiento incesante de la demanda, el gobierno de Porfirio Díaz prorrogó el plazo de expiración por 30 años, al tiempo que concesionaba el servicio a una nueva compañía, la Empresa de Teléfonos Ericsson, también por 30 años. En ambos casos se convino en que al término de las concesiones el gobierno podría optar por la adquisición, mediante compra, de las redes telefónicas, o bien por la ampliación del plazo a 30 años más, finalizados los cuales pasarían a poder de la nación los bienes de las empresas, en forma automática y sin costo alguno. Es en este punto (1903) donde hace su aparición la duplicidad de sistemas telefónicos que tan onerosa había de resultar para los usuarios telefónicos y que tantas dificultades de operación habrían de acarrear.

 

El servicio telefónico y la Revolución.

 

Pero cuando corría el periodo de la primera concesión, México se vio envuelto en la borrasca revolucionaria, y naturalmente se tambalearon los contratos con las compañías extranjeras. En 1915, Venustiano Carranza, investido de facultades extraordinarias, se incautó de las redes locales y de larga distancia. International Telephone & Telegraph que había adquirido las acciones de la Mexicana, demandó la devolución de sus bienes y solicitó otra prórroga de la concesión. Y en 1925-26 se suscribieron nuevos convenios y se declaró que el servicio telefónico era de utilidad pública; el nuevo término de concesionamiento se fijó en 50 años.

 

Surge el gran monopolio privado.

 

A medida que pasaba el tiempo, los problemas del servicio continuaban agudizándose, tanto por la incapacidad de las empresas para decidir poner en práctica una política de inversiones consecuente con el crecimiento de la demanda, como por la duplicidad de sistemas. El país ocupaba uno de los lugares más mediocres no sólo en la gráfica mundial de aparatos por habitante, sino incluso en la gráfica de América Latina. En 1936 empezaron a idearse nuevos procedimientos de enlace e intercomunicación (se pensó entonces en un complicado y costoso sistema de “convertidores” para establecer la comunicación entre Ericsson y mexicana), pero fue hasta 1948 cuando se dio el primer paso en firme hacia la consolidación: Teléfonos de México adquirió en ese año los derechos y obligaciones de la Ericsson, y dos años más tarde (1950), era suya también la Mexicana. Surge así el gran monopolio privado (opera más del 95 por ciento de las redes) cuyos precios, sin embargo, son fijados y controlados por el Estado; el capital social inicial fue fijado en 218 millones de pesos, pero poco a poco después tuvo que ampliarse en un 58 por ciento debido a la devaluación monetaria.

 

Fin de la concesión.

 

En junio de 1976 expirará la concesión del servicio local y de larga distancia –excepto en la ciudad de México-. Y la del servicio local en la ciudad de México expirara en junio de 1978. De acuerdo con los contratos, en esas fechas el Estado podrá comprar los bienes de la empresa –por haber quedado misteriosamente insubsistente la cláusula en que las primeras concesiones establecía la nacionalización automática y no onerosa de esos bienes-  o bien podrá renovarse la concesión; en el primer caso, deberá dar aviso con tres días de anticipación y se formará una comisión de peritos para determinar el valor del patrimonio social; el pago se hará al contado, en oro o en su equivalente en moneda de curso legal. Será, pues, el régimen de Luis Echeverría el llamado a resolver en definitiva sobre el porvenir de este importantísimo servicio público concesionado. He aquí porque es oportuno enjuiciar la actuación de los inversionistas privados como concesionarios y administradores.

 

Pésima gestión privada.

 

En una primera etapa, que se prolongó hasta después de la fusión de sistemas y capitales, la gestión privada se caracterizó no sólo por el raquítico índice de desarrollo de los servicios telefónicos, siempre a la saga de los requerimientos de un país en ascenso económico, sino también por traducirse fatalmente en un amplio conducto para una fuga de divisas cuya presión sobre la balanza de pagos era crecientemente peligrosa. Cuando las acciones comunes de Teléfonos de México pasaron a poder de mexicanos (principalmente del grupo Trouyet-Vallina-Suárez), no pudimos batir palmas por cuanto a un ritmo de aumento en los servicios acorde con las necesidades y proporcionados a los desusados “estímulos” recibidos, pero ciertamente se contuvo la fuga de divisas. (Al respecto, sin embargo, conviene señalar que esa fuga, aunque por supuesto en menor cuantía, cobró la forma de réditos pagados a proveedores y financieros del exterior en dólares americanos, eurodólares, marcos alemanes y francos belgas, franceses y suizos). Lo sorprendente de la nueva etapa fue que la empresa, que evidentemente debió haberse nacionalizado y no solo mexicanizado, se convirtió paso a paso en un gigantesco antro de especulación bursátil, en una verdadera cueva de tiburones de las finanzas al margen de la Bolsa de Valores. Esto sin contar con que la modalidad anónima de la sociedad haría siempre imposible afirmar sin riesgos que no hay allí accionistas extranjeros.

 

Agresiones a los trabajadores.

 

La consolidación misma se inauguró con una agresión a los trabajadores. Contrariando las disposiciones de la Ley Federal del Trabajo, se impuso como código interno para las relaciones obrero-patronales el contrato colectivo de más bajos niveles de salarios y prestaciones generales. Por otra parte, se intensificó la política de escamoteo de la materia de trabajo a los obreros sindicalizados, mediante la creación de empresas “independientes” –que en realidad eran propiedad de los mismos socios de Teléfonos- para atender el suministro de equipos y materiales nacionales, para encargarse de las instalaciones, etcétera. En este sentido, es típico caso de la empresa INDETEL. En virtud de esta maniobra, el número de trabajadores telefonistas, incluido el personal de confianza, era apenas de 15,368 al finalizar el año de 1968, debiendo ser de varios millares más. Con esto, la empresa ha conseguido debilitar numéricamente al sindicato respectivo, reducir su poder de negociación.

 

Protección estatal excesiva.

 

Pero todo eso, sin dejar de ser grave y muy característico del antiobrerismo rampante del régimen alemanista, está lejos de ser lo peor. Mencionaremos solo de paso que lo antisocial de la gestión privada se puso en evidencia en el momento de la consolidación, con los malabarismos bursátiles a que fueron sometidas las acciones de la empresa fusionada, malabarismos que repercutieron negativamente en la ya de suyo dudosa vitalidad del sistema telefónico. Es incuestionable que en este instante, sobre todo vistas las cosas en perspectiva, el Estado debió reivindicar, mediante un acto de soberanía, la facultad exclusiva de de proporcionar el servicio; no obstante, hizo exactamente lo contrario, muy en la línea de un desarrollismo económico que tenía varios años.

En efecto, el primero de abril de 1952, todavía bajo el inolvidable régimen de Miguel Alemán, entró en vigor la ley que creaba el Impuesto sobre ingresos por Servicios Telefónicos. La base gravable señalada para el efecto era el total de los ingresos obtenidos, sin deducción alguna. En cuanto a la tarifa, ésta era del 15 por ciento por servicio local, 10 por ciento por larga distancia y 15 por ciento por otros servicios distintos de los anteriores. A primera vista, habría parecido que está instituyéndose una nueva y justa carga tributaria para los flamantes dueños de la empresa. Nada más falso, sin embargo, porque la ley contenía también una estipulación completamente insólita: los rendimientos del nuevo impuesto serían en su totalidad al financiamiento de las empresas dedicadas al servicio telefónico. De esta manera, a partir de la creación de un impuesto transferible, se obligaba en realidad a los usuarios a pagar el mencionado financiamiento, puesto que el tributo habría de serles legal y puntualmente trasladado: entre tanto, el Estado renunciaba redondamente al manejo y utilización con fines sociales de muchos millones de pesos por el impuesto no recaudado, y se convertía en obligacionista de una empresa privada a cambio de un módico interés del 6 por ciento anual, rédito que aquella jamás habría conseguido en ningún mercado de capitales.

 

Irracionalidad del Estado, regocijo de concesionarios.

 

Desde entonces, quien haya observado con un mínimo de atención la relación Estado-concesionarios habrá ido sin duda de sorpresa en sorpresa.

Cuando Teléfonos de México hubo acumulado un pasivo considerable por concepto del Impuesto telefónico no enterado al fisco, el Estado pudo convertirse fácilmente en accionista mayoritario y asumir el control administrativo de la empresa, adelantándose así a la caducidad de las concesiones y adquiriendo la posibilidad de reorientar socialmente el servicio; pero lejos de eso, permitió que el adeudo se capitalizara, efectivamente (lo que ocurrió en 1963 y 1967, fincándose así una participación gubernamental de…¡mil millones de pesos!), pero no en acciones comunes, que son las que cuentan, sino en acciones preferentes, esto es, de voto y derechos limitados, con el curioso resultado –por llamarlo solo curioso- de que en vez del 6 por ciento que ya obtenía por los mismos fondos como obligacionista, recibiría en adelante sólo el 5 por ciento de dividendo fijo como accionista “preferente”. Mejor “conversión” no la habrían podido soñar Carlos Trouyet y compañía.

 

Un increíble convenio con Ruiz Cortines.

 

Y la prodigalidad por parte del Estado siguió a paso firme. El 6 de abril de 1954, el gobierno de Ruiz Cortines suscribió con la empresa concesionaria un convenio “para fomentar el desarrollo y mejoramiento del sistema telefónico”. Este documento, como el impuesto ya citado, es también único en su género, por cuanto supone el mayor respaldo financiero y de todo tipo que el Estado Mexicano haya concedido jamás a empresa privada alguna, sin recibir a cambio nada más que una aleatoria promesa de aumentar los servicios. Véase, si no. En virtud de que las “estimaciones elaboradas y el plano de obras” requerían una inversión de por lo menos 500 millones de pesos para ser ejercida a lo largo de los cinco años siguientes, el gobierno (que ya en 1951 había concedido, a través de Nacional Financiera, un préstamo todavía insoluto por 34 millones de pesos) se comprometía a auspiciar este financiamiento por medio de la emisión de acciones y bonos de usuarios, a más de echarse a cuestas otros compromisos como los siguientes:

Se ratificaba la obligación de “asegurar a la Compañía ingresos que produzcan una utilidad razonable” (10 por ciento).

Para corregir el “desequilibrio económico” de la empresa, que previamente la Secretaría de Comunicaciones había estimado en 14 millones de pesos, el gobierno debía entregar inmediatamente, mientras se aprobaban las nuevas tarifas, esa suma, sin rédito alguno, con una inusitada cláusula de “recuperación” que se comenta así misma; “…si durante los próximos cinco años (la empresa) tuviere utilidades netas que, después de pagar impuestos, hacer las  reservas autorizadas y repartir dividendos adecuados (¡), le dejen un excedente adicional, entregará al Gobierno Federal dicho excedente”. Ni tardos ni perezosos, Trouyet y compañía aumentaron esa suma a sus ingresos ordinarios y se la repartieron luego en forma de utilidades. Naturalmente, nunca consideraron “adecuados” los dividendos y por tanto jamás liquidaron el peregrino empréstito, que se transformó así en un subsidio encubierto; más todavía, con un incomparable cinismo, han consignado en los informes anuales del Concejo la observación al calce de que “en opinión de la Dirección, la devolución que se haga, si se hace, será de relativa poca importancia”.

El gobierno tomaría “las medidas necesarias para que todo nuevo suscriptor actual que pida cambio de domicilio de sus teléfonos, adquiera valores de la Compañía por una cantidad que se determinará posteriormente entre las partes y de la cual el 50 por ciento será precisamente de acciones de usuario y el otro 50 por ciento en obligaciones emitidas por la Compañía”.

El empréstito de 1951 por 34 millones, se amortizaría con el propio impuesto telefónico; es decir que “del mismo cuero salen las correas”.

Nacional Financiera prestaría 60 millones de pesos con un interés del 2 por ciento y a un plazo de 20 años, “pero cuya amortización se iniciará el sexto año siguiente al de la fecha en que se conceda”.

Por su parte, la empresa adquiría el compromiso de instalar cuando menos 25 mil nuevos servicios por año, de los cuales 15 mil debían corresponder al Distrito Federal, y esto “siempre y cuando sea posible colocar las emisiones de obligaciones y acciones de usuario que se emitirían anualmente”. Ni una palabra, como se ve, sobre la aportación de capitales propios de Trouyet y compañía. Entre 1954 y 1968, el número de aparatos telefónicos se incrementó, en promedio, a razón de 54,454 anuales, pero es preciso advertir que se desconoce el número de líneas o servicios realmente instalados, pues a cada uno de éstos pueden conectarse más de diez aparatos para ser operados por conmutador, de modo que no se sabe con certeza si la empresa ha cumplido o no con el compromiso pactado. En todo caso, en los primeros años del periodo citado estaba lejos de hacerlo. Pero independientemente de esto, sigue siendo muy superior a la oferta, además de que la calidad de los servicios se cuenta aún entre las más bajas de América Latina.

 

Nuevo negocio: las acciones de suscriptor.

 

Está claro que con semejante convenio el gobierno no solamente se comprometía intrépidamente a sí mismo, sino que embarcaba también en la aventura financiera a los inermes usuarios, que de grado o por fuerza debían convertirse en ahorradores obligados –esto además de estar ya cubriendo estoicamente el impuesto telefónico. En teoría, las acciones de suscriptor no son tan mal negocio; hasta ver los porcentajes de rendimientos netos que Teléfonos paga anualmente para convencerse de que en efecto son superiores a los que ofrecen en el mercado otros valores de renta fija (bonos financieros, cédulas hipotecarias, etcétera). La cuestión estriba en saber si todos los usuarios son ahorradores, si están dispuestos a hacer ese negocio, lo que suena a bufonada en un pueblo miserable como el nuestro. La mayor parte de los usuarios, así, se las arreglan como pueden para conseguir por unas horas el valor de las acciones, resignados a venderlas inmediatamente al 60 por ciento de su valor; saben ya que el costo real de un aparato telefónico es precisamente esa pérdida en los valores que les obligan a adquirir, además del sobrecargo por instalación, etcétera. ¿Y a quién vende el usuario sus valores? No tiene que esforzarse mucho para saberlo: el mismo amable empleado o empleada que se los entrega le señala una inocente ventanilla en la que Carlos Trouyet y compañía, trasmutados ahora en Banco Comercial Mexicano, le esperan con los brazos abiertos para comprárselos con un 40 por ciento de descuento. Hagamos un cálculo divertido. Supongamos que la empresa ha cumplido efectivamente con su obligación de instalar 25 mil aparatos anuales; y supongamos que los valores de suscriptor, nada más que por el simple cambio de manos, reportan al adquiriente una ganancia promedio de mil pesos; así, una sencilla operación aritmética (25,000 X 1,000) nos lleva a la conclusión de que Trouyet y compañía se embolsan, sólo por este concepto, 25 millones de pesos al año, conservadoramente estimados. He ahí la versión azteca del “capitalismo popular” con que se quiere engañar a los trabajadores.

 

Botín de contratistas y especuladores.

 

Entre 1950 y 1968, la inversión en planta telefónica (controles automáticos, aparatos y conmutadores, instalaciones exteriores para servicios local y de líneas y equipo para servicio de larga distancia, edificios y terrenos y otros equipos), paso de 338 millones de pesos a 5,995 millones, es decir, que aumentó en más de 12 veces. Pues bien, esa inversión ha sido financiada en más de un 60 por ciento con recursos del gobierno federal (empréstitos directos, capitalización de adeudos, subsidios, etcétera) y con la venta de acciones y obligaciones de usuario; y el resto de esa inversión se formó con recursos procedentes del exterior, pagaderos en divisas. Cabe preguntarse, entonces, ¿Qué han hecho en verdad Trouyet y compañía por el sistema telefónico nacional? Y la respuesta se cae de madura; nada, salvo convertirlo en un botín de contratistas y especuladores.

 

¡A poder de la Nación!

 

No obstante, el 26 de abril de 1961 tuvieron la frescura de solicitar oficialmente del gobierno federal una ampliación de la concesión por 50 años más. Es de justicia decir que hasta ahora las autoridades han pasado por alto semejante petición, no obstante que se la ha reforzado con todo tipo de presiones subterráneas. Evidentemente, la intención es nacionalizar el servicio al término de las concesiones. De todos modos, se hace necesaria una vigilancia extrema y permanente de todos los pasos que están dando ahora mismo los actuales dueños de la empresa, pues no será extraño que maniobraran en mil formas para aumentar artificialmente el valor de los bienes y desencadenaran de despedida, un saqueo y una especulación que dejara al sistema más desmembrado aún que hace veinte años.

Los compañeros telefonistas, por consiguiente, y toda la clase obrera del país, debíeran tener siempre presente que el servicio público de teléfonos sólo empezará a existir realmente cuando, arrancado al fin de manos de los particulares, pase a ser patrimonio verdadero del pueblo mexicano, del pueblo que ha financiado su edificación y desarrollo incluso más allá de sus fuerzas.